Juventud y crisis.
Artículo originalmente publicado en el número 42 de la Revista de Estudios de la Fundación 1º de Mayo.
La tentación de abordar
cualquier debate sobre el impacto de la crisis en la juventud desde una
perspectiva estrictamente laboral no es pequeña en tiempos en que más de la
mitad de las personas menores de 25 años y activas se encuentran en el paro. Y
no es pequeña porque a nadie se le debe escapar que, cuando hablamos del empleo
o de su ausencia, hablamos también de emancipación, de integración social y de
la propia definición del sujeto en relación al mundo del trabajo. Instalados en
la precariedad, en su más amplia acepción, la centralidad del trabajo desaparece,
el valor de la organización se pierde en beneficio de la búsqueda de soluciones
individuales a los problemas y se refuerzan identidades fundamentalmente en
torno a otros factores como el consumo.
Pero, decíamos, antes de detenernos en determinadas cuestiones conviene repasar otros elementos relevantes para la juventud que a lo largo de la crisis se han mantenido inalterables, han reafirmado su carácter estructural o se han agudizado.
Si bien la falta de ingresos estables y suficientes determina las posibilidades de emancipación de las personas jóvenes, la ausencia de políticas adecuadas en materia de vivienda agrava el problema hasta la negación misma del Artículo 47 de la Constitución española. Las bases de este conflicto no son nuevas; la exigencia en la calle de una vivienda digna y asequible por parte de miles de personas no esperó la llegada de la crisis. Incluso en los tiempos de mayor bonanza económica, en la época de la burbuja y de la especulación a pequeña y a gran escala, la juventud sufría trabas para emanciparse. ¿Cómo no? Delegar el cumplimiento de un derecho constitucional en la lógica tan caprichosa como implacable del mercado no es más que negar, de facto, tal derecho.
Ya lo puso de manifiesto Jóvenes CCOO hace meses: “No estamos volviendo a casa de nuestros padres porque nunca hemos salido de ella”. Más allá de afortunados y de hipotecados que hoy afrontan serias dificultades para no perderlo todo, nunca se establecieron las bases para que la juventud trabajadora (precaria, temporal y con bajos salarios) pudiera emprender proyectos de vida autónomos. Llevamos años reclamando la puesta en marcha de parques públicos de vivienda en alquiler con costes variables en función de la renta o, en todo caso, asumibles para la mayoría social. Salvo casos puntuales, sin éxito. Es cierto que en legislaturas anteriores se tomaron algunas medidas para paliar los síntomas del problema, como la creación de la Sociedad Pública del Alquiler o la aprobación de una Renta Básica de Emancipación; tan cierto como que hoy la primera se halla en proceso de desarticulación y la segunda ha sido sentenciada con el pretexto de la crisis.
Según un reciente estudio elaborado por los profesores Antonio López y Almudena Moreno y difundido por la Fundación La Caixa, mientras en España la emancipación se produce de media a los 29 años, en países como Finlandia se sitúa en los 23. Habrá quien aluda a que la juventud de nuestro país se encuentra muy cómoda en el hogar familiar. Más allá de teorías sobre tradiciones culturales y vínculos afectivos, hay datos que parecen señalar otras causas (datos que, por cierto, no son sólo de aplicación para el problema de la vivienda): España invierte un 2,9% de su PIB en juventud, frente al 6,5% de Dinamarca o al 6,6% de Reino Unido.
La crisis financiera, por lo demás, ha dado alas a brutales ataques contra la sociedad en su conjunto y contra la juventud en particular. No por las restricciones económicas, sino por los pretextos de insuficiencia financiera empleados para aplicar programas ideológicos de máximos que aspiran a desarticular de la A a la Z un modelo social y político que éste y otros países de nuestro entorno nos dimos antes, incluso, de que muchos de nosotros naciéramos. Las clases dominantes han optado por romper cualquier suerte de contrato social e imponer sin restricciones los objetivos que siempre persiguieron.
En este sentido, debemos girar la vista en primer lugar al golpe recibido por la sanidad pública. Al margen de su pretendido y generalizado deterioro, no podemos olvidar la situación en que se deja tras las últimas reformas a los mayores de 26 años que nunca hayan trabajado(1); la misma situación, por cierto, en que quedan los inmigrantes sin papeles: sin atención médica.
Si los grandes titulares resultan preocupantes, los detalles alarman. Por ejemplo, el Plan Nacional sobre el SIDA (dirigido no sólo pero principalmente a la población joven) ha quedado prácticamente reducido a escombros.
El impacto de la crisis, o del discurso sobre ella, en la educación no es más tranquilizador: el brutal aumento de tasas universitarias no resolverá la asfixia económica de las universidades públicas pero sí impedirá que los estudiantes con menos recursos accedan a la formación superior. No se trata, en realidad, de garantizar la sostenibilidad del sistema universitario, sino de reforzar el repago de los servicios públicos para que, en definitiva, dejen de ser públicos y su financiación dependa cada vez menos de un sistema fiscal progresivo. Una vez más, no son fríos balances, sino ideología. La formación, dice el ministro Wert, debe ser sufragada directamente por sus beneficiarios directos. Ahora en un porcentaje mayor que ayer, pero sin duda inferior que mañana. Siempre nos quedarán las becas, cabría añadir. O no: a falta de noticias por parte del Ministerio, todo indica que se reducirán drásticamente y que, en cualquier caso, se condicionarán en función de los resultados académicos.
Esta última cuestión, dicho sea de paso, merecería ser analizada con detenimiento. ¿O es que debemos esperar que los resultados académicos de un estudiante que además tiene que trabajar sean como los de una persona que se dedica en exclusiva al estudio? ¿Parte de la misma posición quien procede de una familia con dificultades que quien no afrontó más dificultad que la elección de su carrera? El debate de la “excelencia”, que afecta de lleno al estudiantado, no es un debate menor ni se refiere sólo al esfuerzo o a la ambición de potenciar la valía de la juventud. Es, nuevamente, un debate de trasfondo ideológico y de clase. Por evitar confusiones: no se trata, en ningún caso, de igualar el sistema educativo por abajo, sino de garantizar que todas las personas, independientemente de su origen o situación, dispongan de las mismas oportunidades. Y las oportunidades no pueden ser sólo formales, sino que han de materializarse tomando en consideración las muy distintas realidades que afectan a los jóvenes. La mal llamada “excelencia”, en los términos en que suele ser planteada, supone una doble traba a la juventud con más dificultades socioeconómicas.
Para abordar estas y otras problemáticas, no obstante, la juventud disponía de órganos de participación e interlocución con las administraciones. Organizaciones socioculturales, de voluntariado, sindicales, políticas o estudiantiles constituían y gobernaban democráticamente los consejos de la juventud. En ellos cooperaban y debatían y gracias a ellos canalizaban sus demandas a los gobiernos locales o autonómicos o al Gobierno de España. El lector se habrá percatado del pretérito. Hoy algunos de esos consejos han sido disueltos por las administraciones. Los gastos, en muchos casos ridículos, son el pretexto; la posibilidad de participar, debatir, cooperar y, en su caso, denunciar desde ámbitos colectivos y difícilmente manipulables, la razón real de su fin. Aún quedan consejos que deben ser defendidos, pero la hoja de ruta marcada por los distintos gobiernos del Partido Popular es inequívoca.
EMPLEO
El impacto de la crisis en la juventud tiene que ver con la salud, la educación o la participación, pero también con factores transversales como la propia consideración que de sí mismas y de lo que las rodea tienen las personas jóvenes. Y, al abordar esta cuestión, debemos volver necesariamente al problema central con el que empezamos: el empleo.
Sabemos que el paro juvenil no ha dejado de crecer en términos absolutos y relativos desde el inicio de la crisis; que cada trimestre hay más jóvenes que se rinden y dejan de buscar trabajo para regresar a los estudios o dedicarse a otras tareas; que, pese a que el ajuste inicial se hizo sobre empleos temporales, la tasa de temporalidad juvenil sigue situada entre el 40% y el 50%; que decenas de miles de jóvenes viven atrapados en el empleo sumergido o en becas fraudulentas que encubren relaciones laborales; que las dobles escalas salariales son una realidad que lleva a los menores de 30 años a cobrar en torno a un 25% menos que la media por el mismo trabajo; y que las sucesivas reformas laborales, tanto del Gobierno anterior como del actual, sólo han contribuido a precarizar el empleo sin que ello haya supuesto en modo alguno un incremento en la oferta de puestos de trabajo.
Merecería la pena analizar las razones del alejamiento de la juventud de las luchas organizadas tradicionales y de las propias estructuras sindicales, pero eso es materia propia de otro artículo. Lo indiscutible si nos referimos al impacto de la crisis en los jóvenes es que hablamos de pérdida de derechos y de una combinación no sabemos si explosiva de miedo, rabia, desesperanza y confusión sin un marco ideológico coherente que permita clarificar y orientar adecuadamente las luchas; muchos de quienes antes eran votantes y usuarios hoy quieren ser ciudadanos, aun sin saber muy bien cómo. Nuestra labor, y particularmente la de Jóvenes CCOO, no es otra que organizar a la juventud trabajadora -independientemente de su situación particular- allá donde mayoritariamente se encuentra: centros de formación, desempleo y empresas (con especial atención a las más pequeñas). Debemos recuperar el valor del trabajo, de la solidaridad y de lo público para, en definitiva, ganar la hegemonía social y combatir una ofensiva sin precedentes contra quienes vivimos de nuestro salario.
Javier Pueyo
Adjunto a la
Secretaría Confederal de Juventud de CCOO
[1] El presente artículo fue cerrado
antes de que el Ministerio de Sanidad aclarara la situación definitiva en que
quedan los jóvenes mayores de 26 años en relación a la atención sanitaria, que
–no obstante- sigue contemplando trabas en algunos casos.
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