Las vías de la
política
En un sistema democrático como el nuestro, debería ser obvio
que la principal vía de participación política son las elecciones para escoger
a los representantes de los ciudadanos. De ahí surgen las leyes y la gestión de
lo público. Sin embargo los fracasos y los costes sociales de las políticas
aplicadas ante la crisis económica, tanto por el gobierno del PSOE como del PP,
están propiciando, ya sea de modo espontáneo o provocado, un creciente
descrédito de la política representativa.
Es verdad que nuestras instituciones democráticas muestran
evidentes deficiencias, empezando por el propio sistema electoral. Pero cuidado
con las “soluciones” fáciles y demagógicas que favorezcan a los intereses
locales frente a proyectos generales, o a personalismos apoyados por el dinero
y por los medios de comunicación. No hay alternativas válidas a la existencia
de partidos que respondan de sus propuestas ante los electores. Lo esencial es mejorar
su funcionamiento, promoviendo, incluso legalmente, buenas formas de
participación democrática de miles de ciudadanos a través de ellos.
Es verdad también que entre los
políticos se dan con frecuencia casos de corrupción o, al menos, de privilegio.
Estos escándalos son aún más graves por la desmoralización que provocan que por
sus costes inmediatos. No se trata de una “clase”, como se dice a menudo,
porque poco tienen que ver, por ejemplo, la posición social de un concejal de
pueblo con la de un alto cargo, pero se hace necesario que los ciudadanos
seamos capaces de castigar con nuestro voto, no sólo a los partidos que
mantienen estos abusos, sino a los que con sus políticas sostienen intereses
privados frente a los públicos.
Claro está que los procesos electorales no son la única
forma de actuación política. La participación a través de sindicatos, ONGs,
asambleas, manifestaciones o huelgas constituye sin duda un complemento
necesario de la democracia representativa, al menos por tres razones importantes.
Por una parte, permite abordar y alcanzar objetivos puntuales concretos, como
reivindicaciones sindicales o vecinales. Por otra, establece vías para que
muchos ciudadanos adquieran conciencia de los problemas y de las posibles
soluciones, y superen la desinformación, el aislamiento y la desmoralización. Y
además supone una presión real sobre los gobiernos, que pueden ver así
disputados sus apoyos sociales y electorales.
Sin embargo, desde la izquierda radical, es ilusorio creer
que si no conseguimos, por convicción, el mínimo compromiso del voto secreto de
suficientes ciudadanos, vamos a encontrar un apoyo social mayor en estas otras actuaciones,
que siempre implican más esfuerzos y dificultades.
Sería también un espejismo pensar que sobre estas vías puede
constituirse una supuesta “democracia directa”, basada sólo en los ciudadanos
más disponibles o motivados. Una vez más: no hay atajos.
Manolo Gamella
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