De
federalismos inverosímiles y, sin embargo, perentorios. O de la necesidad de no
sucumbir al pánico.
El
pasado viernes 5 de septiembre los amigos de Federalistes d’Esquerres se presentaron en Girona,
ciudad en cuya universidad trabajo desde hace años. En rigor, desde hace
décadas. Tuvieron labrillante idea de invitarme a participar en el acto y,
junto a conspicuos federalistas, viejos combatientes por la libertad y el
progreso social, jóvenes feministas y sindicalistas de siempre, tomé la
palabra. Lo hice sin apenas notas. Y fue, la mía, una intervención pesimista,
desesperanzada, sabedora de que (aunque justo, necesario y sigo creyente que
genuinamente emancipador) el principio federativo va, en Cataluña, a
contracorriente. Pocos días más tarde Javier Aristu me invitó a colaborar en
este blog de referencia. No me resistí mucho. La amistad y la admiración por la
labor que desarrolla En campo abiertoes lo que tiene: que compromete. Lo
que viene a continuación son, pues, unas notas, un tanto deslavazadas, sobre lo
que dije.
Lo
primero, lo inexcusable, dije, es constatar la realidad. Otoño de 2014 se
presenta como un momento decisivo para el futuro de la sociedad catalana y
española. No en todos los aspectos. Básicamente parece ser un momento clave en
aquello que se refiere a las modalidades de articulación, o desarticulación,
territorial de los pueblos, de las comunidades autónomas, de las regiones y naciones
de España. La celebración de la
Diada , el día 11, habrá dado lugar, cuando lean estas líneas,
a una amplia, amplísima movilización ciudadana que, tras el llamado a defender
el derecho a decidir constituye la expresión, pura y simple, de la hegemonía
cultural alcanzada por el independentismo político. Más allá de la identidad,
los otros elementos de la agenda decisoria –hasta llegar a el tot (todo)
que exige la CUP-
no son más, por lo menos a estas alturas, que la fantasía de numerosísimos
sectores de la izquierda que, están convencidos, se situarán al frente de las
multitudes para encauzarlas, en un proceso constituyente, hacia la defensa de
un modelo de sociedad más justo y solidario.
De
cómo se ha llegado a esta situación no voy a tratar aquí. Abundan las
explicaciones, a lado y lado, lineales y simplonas que no ayudan a entender
nada, aunque contribuyan a estimular y avalar a los actores en presencia. Algún
día habrá que abordar los orígenes, las causas, los estímulos de todo tipo que
ha tenido el proceso vivido en Cataluña. Me resisto a hacerlo aquí en
profundidad. Me limitaré a advertir que resulta tan falaz retrotraerse a 1714
como, exclusivamente, a junio de 2010. Y añadiré que probablemente deban
sumarse, a cuenta de una relación más exhaustiva, tres elementos tan dispares
como:
a.-
Las limitaciones de un modelo autonómico en el que la capacidad de gestión y
decisión de las regiones y nacionalidades –en rigor, muy elevada en términos
comparativos- no se ha visto complementada por una paralela “conquista del
Estado”, si se me permite la expresión, por parte de los territorios que la
integran. El paso que quedaba por dar, el federal, ha quedado en buena medida
esterilizado por la fuerza de un tabú que operaba sobre el concepto y que, muy
probablemente, se halla detrás de la incapacidad de hacer del Senado una
genuina cámara territorial o de asegurar la presencia de la voz de las
comunidades autónomas (díganse estados, provincias o lo que sea) en instancias
tan decisivas en esta historia (insisto, no en junio de 2010 sino antes y
después) como el Tribunal Constitucional. Las resistencias no han sido sólo
políticas sino que, en muchos casos, han sido protagonizadas por técnicos
(jurídicos, económicos,…) que no estaban dispuestos a perder peso o prerrogativas.
b.-
la ausencia de una cultura federal en un país, por España, materialmente y
hasta me atrevería a decir que constitucionalmente federal. En realidad, las
lógicas cooperativas hace tiempo que fueron sustituidas por otras competitivas
–no sólo en el dominio de las posiciones corporativas a las que aludía,
implícitamente, en el anterior punto. Por lo demás, en no pocos territorios,
Cataluña en concreto, se han producido en las últimas décadas procesos
compulsivos de nation-building que dejan en mantillas los ejercicios
de nacionalización española en los tiempos contemporáneos. No sólo nos hemos
hecho o construido como país, sino que nos hemos hecho diferenciándonos,
distinguiéndonos, separándonos. Añadiría que, como suele ser lo usual en estos
casos, mirando por encima del hombro y, lo más patético de todo,
indiferenciando al otro en sus partes y expresiones. Es curioso constatar cómo,
a pesar de su éxito, esos procesos son negados por muchos de quienes los llevan
a cabo. Acaso porque buena parte de su éxito radique en que la ciudadanía no
los perciba como tales. La escuela, el sistema comunicativo, el ámbito de lo
lúdico-festivo son otros tantos terrenos en los que el triunfo ha sido
clamoroso.
c.-
un proceso de esta naturaleza tiene costes. Entre otros, uno de imprescindible
para cualquier proyecto federal: la pérdida de sentido, en el discurso de la
izquierda, del concepto de equidad. El otro, lo apuntaba anteriormente:
definiendo España, el resto de España, como un todo sin especificidades. La
dialéctica es bilateral. No se contemplan otros sujetos –léase, por poner un
ejemplo que nos queda cerca, Andalucía-, con sus voces, intereses y lógicas.
Bien,
sea como sea la Diada
de 2014 aparece como el prólogo de lo que debería pasar el 9 de noviembre: una
consulta en la que la ciudadanía catalana sea llamada a decidir sobre su futuro
y, de paso, el de los otros. No, por lo demás y retomo lo escrito en el segundo
párrafo, sobre todo su futuro sino, en realidad, sobre el mismo en un orden de
cosas muy concreto: el de la identidad y sus posibles expresiones
administrativas.
Digo
bien, administrativas. La soberanía hace tiempo que radica en otras latitudes y
se expresa por otras vías. Cuando se formula con nitidez, aunque no
precisamente a la luz del día, no hay preceptos legales ni marcos
constitucionales que valgan. No parece que la doble, confusa y excluyente
pregunta pactada por las fuerzas políticas catalanas –sin contemplar todas las
opciones reales en juego, sin aclarar que pasará con el euro y la UE (advierto al lector que un
servidor es de los muy críticos para con dichos factores; aunque mis razones
las reserve para otro día); sin nada de parecido a un reglamento, a una ley de
claridad que especifique cómo interpretar los resultados y que uso hacer de los
mismos – haya de resolver la cuestión.
Probablemente,
si se llega a celebrar la consulta o, en caso contrario, si listas
independentistas copan centenares de ayuntamientos en las elecciones
municipales de la próxima primavera, tengamos un escenario rupturista. Y lo
tengamos, además, como resultado de la (no) dialéctica desplegada por un Estado
gobernado por una mayoría conservadora y neo-centralista (de hecho, es el
ámbito de lo municipal el más duramente golpeado en esos últimos años). De eso
a ver en dicha ruptura contenidos de orden social… hay que ponerle mucha
imaginación.
Estoy
por decir que en ningún caso el proceso, ni el resultado que pueda tener,
alterará las políticas concretas que los supervisores de proximidad, los unos y
los otros, los de Madrid y los de Barcelona –incluso no pocos de Sevilla tercos
en mantener como interlocutores privilegiados a una burguesía empresarial de
cortos vuelos y especulativa-, nos administran. Estas, en rigor, no se
cuestionan.
¿Qué
me hace sostener tal afirmación? De las incipientes manifestaciones de
oposición, allá por 2011, a
los efectos sociales de la crisis, a los recortes y a las políticas denominadas
de austeridad, de aquellas movilizaciones que en otros escenarios pusieron
límites al desmantelamiento de la sanidad pública, ha quedado muy poca
cosa. Si en el ciclo de respuesta colectiva en las calles catalanas al
deterioro democrático y a la crisis social y económica, estos elementos
hubiesen sido los determinantes, con toda seguridad ni Boi Ruiz, ni Irene
Rigau, ni Andreu Mas-Colell, ni… seguirían al frente de sus respectivas consejerías:
Salud, Educación, Economía. La unanimidad patria ha tenido, y tiene, más
fuerza que la respuesta social. O, si lo prefieren de otro modo, la respuesta
social se ha canalizado en términos nacionalistas. Lo cual quiere decir, para
ser más claros, que la ha neutralizado.
Es
por este cúmulo de razonamientos, aquí apenas esbozados, que el pasado día 5 no
tenía yo muchas ganas de hablar en público. Es más, tampoco las tenía a la hora
de poner a escribir estas rayas. La perspectiva federal exigiría, a diferencia
de todo lo que está ocurriendo, recuperar la idea de una reforma constitucional
–a mi entender republicana y federal- para toda España; requeriría rehacer las
alianzas de las clases trabajadoras catalanas con las del resto del país e
implicarlas en una transformación real de la estructura del Estado; reclamaría
pensar seriamente, y sin tabúes europeístas de por medio, la cuestión del euro
y de la UE … Tantas
cosas…
Entonces,
¿por qué me decidí a ir y ahora a darles a conocer estas notas? Por el recuerdo
de una exigencia gramsciana. En septiembre de 1927, desde la prisión de San
Vittore, en Milán, Antonio reconvenía a su hermano Carlo: “Tu carta del 30 de
agosto es realmente dramática. Me propongo escribirte a menudo a partir de
ahora, para intentar convencerte de que tu estado de ánimo no es digno de un
hombre (y ya no eres tan joven). Es el estado de ánimo de los que sucumben al
pánico, de los que ven peligros y amenazas por todas partes, y por eso se hacen
incapaces de obrar seriamente y de vencer las dificultades reales una vez
determinadas y distinguidas las dificultades imaginarias creadas por la mera
fantasía”. Pues eso. Las dificultades son enormes, pero somos adultos, que es
lo que Gramsci, anoto, quería decir con lo de ser “digno de un hombre”. Y,
aunque a veces lo parezca, no estamos en una prisión y es menos costoso hacer
frente a las fantasías.
Ángel DUARTE MONTSERRAT
Ángel
Duarte es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Girona,
especialista en historia del federalismo y republicanismo. Ha publicado
numerosos textos sobre estos asuntos. Destacamos dos títulos: El republicanismo:
una pasión política (Cátedra) y Historia de la Catalunya contemporania:
de la guerra del frances al nou estatut (con Borja de Riquer, ed. Mina)
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