martes, 14 de agosto de 2012

El estado bancario (I)

El arrastre del sistema español de Cajas de ahorros es una más de las consecuencias que la crisis está provocando en nuestro país. Las medidas que los gobiernos de Zapatero y Rajoy han impulsado para la reestructuración del sistema financiero parecen haber encallado una y otra vez en una realidad más compleja y difícil que la que se presenta a la opinión pública por el discurso dominante. No sin críticas, Carlos Gutiérrez García-Alix aporta en dos entradas sucesivas para ARGUMENTOS su visión de esta temática, defendiendo finalmente la necesidad de llevar a cabo una reforma que pase por la articulación de una Banca Pública con una misión de desarrollo estratégico, a partir de las entidades nacionalizadas, junto con otras iniciativas que deben componer coherentemente una propuesta de izquierdas en esta fundamental materia. 

Los bancos son algo maravilloso cuando funcionan bien. Paul Krugman. 

El estado bancario (I). 

Desde que Lehman Brothers quebró (septiembre de 2008) y a punto estuvo de arrastrar en su caída al sistema financiero mundial, lo que hasta entonces había sido anatema para el pensamiento dominante en economía y una rara avis en la práctica de los gobiernos, se ha ido convirtiendo en un componente si no habitual cuando menos nada exótico en las políticas económicas oficiales de EEUU, Japón o Europa: la intervención estatal en la economía y, especialmente, en el sector financiero.

Intervención que ha ido desde, inicialmente, la adquisición por parte del Estado, con diversas fórmulas, de los activos “contaminados” (es decir, con un valor nulo o casi nulo en las condiciones presentes del mercado y, previsiblemente, en las futuras), hasta inyecciones de capital público en la banca mediante avales, préstamos, la suscripción de participaciones directas o de acciones sin derechos políticos (esto es, sin derecho a voto ni representación en la dirección del banco “ayudado”).

La evidencia de lo insuficiente en muchos casos de estas medidas, al no conseguir que los bancos volvieran a su actividad de financiación de la economía y el consumo, sino por el contrario acentuando su rol proactivo en la espiral de recesión, ha conducido a los gobiernos de las principales economías capitalistas a la nacionalización de entidades. Toma de control que, en según qué casos, ha supuesto la conversión en acciones de los préstamos concedidos hasta alcanzar la mayoría del capital, o una minoría de control. Ese es el supuesto de BFA, la matriz de Bankia, principal afectado en España por este proceso nacionalizador.

Esto ha venido sucediendo no en todos los casos de los bancos reflotados con ayuda pública, pero sí en suficiente número y en todas las latitudes contaminadas por la crisis como para que podamos concluir que nos encontramos ya ante una medida “normalizada”. Siempre, eso sí, con la máxima de que se trataría de una decisión temporal, pues la voluntad declarada del Estado sería “sanear” el banco nacionalizado y devolverlo posteriormente –entero o, lo más habitual, troceado- a la economía privada.

Podríamos sintetizar que la nacionalización sería la última de las acciones de los gobiernos para conseguir que la Banca intervenida recupere su función en el conjunto de la economía, mediante su recapitalización a costa de las finanzas públicas, y sin ánimo de constituir con esa nacionalización un equilibrio nuevo y estable que amplíe el campo de lo público en esa economía.

EL CASO ESPAÑOL

En la Navidad del 2010 la agencia Moody´s calificaba a la banca española como la tercera más sólida de la zona euro, solo por detrás de Finlandia y Francia. Por entonces nuestro sistema financiero aún lucía músculo, mientras entidades de otros países ya se habían visto obligadas a recurrir a las inyecciones de fondos públicos. EEUU, Gran Bretaña, Holanda o Alemania, además de Islandia, Grecia, Portugal o Irlanda, realizaron autenticas transfusiones de dinero publico a sus bancos privados, hasta sumar 1,2 billones de euros.

Pero lo que realmente singulariza el caso español es el papel jugado en este proceso por el sistema de cajas de ahorro (banca no estatal, pero tampoco privada, social, sin accionistas ni distribución de beneficios, vinculada a un territorio y participada por sus impositores y trabajadores así como por las instituciones de dicho territorio), que cubrían al inicio de la crisis la mitad del ahorro y del sistema financiero y que, a día de hoy, tras el caso Bankia, vive una radical contracción, entre el silencio y la indiferencia del público, y, lo que es más curioso, de las fuerzas de la izquierda (tal vez por aquello de no remover su gestión en cuanto a las debilidades que han terminado costando la supervivencia de estas entidades).

El caso es que la vía de “liberalización”, que desde los noventa –PSOE primero y PP después- afianzaba el carácter privado del sector de las cajas y las estrategias de expansión fuera del territorio de arraigo, combinada con una política de crédito excesivamente concentrada en lo inmobiliario, a menudo con participación directa de la caja en el proceso de promoción, multiplicaron el riesgo. La llegada de la crisis “secó” de golpe los recursos de los mercados internacionales con que las cajas venían financiando todo ese entramado de inversiones.

El pinchazo de nuestra brutal burbuja inmobiliaria (que todos vieron venir pero ninguno previó) terminó por hacer imposible esa vía de financiación al dudarse de la solvencia de las entidades atrapadas en ese mercado (580.000 millones de euros entre préstamos a la construcción y promoción, créditos hipotecarios e inmuebles en propiedad). El ladrillo era definitivamente tóxico. 

Carlos Gutiérrez García-Alix

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